Michel de Montaigne tiene un lúcido ensayo titulado “Filosofar es aprender a morir”.
Lo he releído muchas veces y siempre encuentro algo nuevo que me conmociona.
Entre citas de Séneca, Luciano y Cicerón, puedo perder (o ganar) horas.
Y pienso que el filósofo debe poseer dos atributos esenciales para poder dedicarse al pensamiento: ser rico (o tan pobre que no necesite más que su cabeza para sobrevivir), y mucho, mucho tiempo libre para ir levantando algo desde la oscuridad.
Cierro el mamotreto de Montaigne. Estoy completamente sola en casa. Entran ruidos de autos y de grillos y de gente que habla cuando camina. La ciudad vive. La ciudad tiene su propia pulsación (tremenda). La ciudad nos acompaña como un monstruo invencible de mil cabezas. Los monstruos a la larga dejan de serlo y se vuelven dóciles. Llegamos hasta a amarlos.
Hay dos momentos en el día que me aterran: el primero es cuando acabo de tomar el primer café por la mañana y cuelgo el trapo que uso para limpiar mis muebles. Como a eso de las 9. El sol está muy lejos de ocultar mi sombra porque no ha llegado a su punto más alto. Y tiemblo al ver ese “otro yo” que es o muy pequeño o muy grande sobre el suelo. Ese yo que es mi sombra y no puedo atrapar, y si la piso, no se queja. Entonces sé que el día ha comenzado, ¿y qué hago? ¿Qué parece que hago?
Lo que hago mecánicamente es sentarme en la sala como si fuera a recibir visitas, y sin embargo, nadie llega.
Silencio. A esa hora la ciudad no ruge: los niños no gritan, los carros pasan más espaciados, los vecinos salen con caretas y mascarillas como si fueran rumbo al núcleo del reactor nuclear de Chernóbil.
En cambio yo estoy en casa, ahuecando el sillón donde me siento a pensar y a escribir cosas que ni sé cómo nombrarlas.
Los vecinos no me conocen y seguramente murmuran: “esa mujer no hace nada. Su carro siempre está en el mismo sitio y sólo se escuchan sus pasos que van y vienen de la cocina a la sala. Ella debe tener dinero o debe ser hija de papi o debe ser puta o debe ser becaria o díler o aviadora. Y no soy nada de lo anterior. Mi trabajo es engañoso porque surge de un lugar sin nombre y es mal remunerado y te achata las nalgas y acaba con tus dientes y con tus pulmones y con tus riñones. Y esos vecinos jamás dirán “ella es escritora”. ¿A quién le importa eso? Los escritores, para la gente que se mueve y va a la fábrica o a la dependencia de gobierno o al hospital, son bohemios profesionales.
El segundo momento complicado es justo antes de medianoche, cuando ya las fuerzas merman y los ojos están rojos y se han terminado los cigarros y no hay quien te llame para salir porque en estos tiempos raros nadie puede hacerlo con libertad, sin miedo.
Michel de Montaigne nos enseña que filosofar es aprender a morir. ¿Y no es acaso ese aprendizaje el más puro y sintético acto de vivir?
Yo creo que estar solo es aprender a vivir, y ya sabemos que viviendo es la única forma de morir un día.
Estar solo es complicado cuando no te reconoces. Cuando lo único que sabes de ti es lo que dicen los demás o lo que te dice un espejo.
Estar solo es cerrar la casa y escuchar tus propios pasos, cansados o nerviosos. Oír tu sangre dentro del cuerpo cuando el último carro pasa.
Estar solo te confronta con tu propia miseria y tu propia soberbia y tu propia arrogancia.
Estar solo es la mejor manera de medir tu estupidez sin hipocresía y sin que algún alma piadosa te diga: eres el mejor
También estando solos descubrimos que los temores que no recogen ecos de otras voces que los catalicen, mueren.
Estar solo es no depender de esos ecos, de esas voces.
Estar solo es aprender a morir.