El ámbito del derecho civil puede considerarse como el locus de las transformaciones más radicales que promovió la Revolución mexicana.
Sabemos que durante la dictadura de Porfirio Díaz los privilegios reservados para una clase aristocrática impedían que la mayoría de la población ejerciera los derechos civiles que les correspondían, sobre todo en materia de propiedad, factor que contribuyó al encono social que se manifestaba desde los primeros años del siglo XX. En este sentido, no deja de sorprendernos el hecho de que, durante el largo mandato porfirista, mil familias detentaran la propiedad del 97 por ciento del territorio nacional, lo que nos permite dimensionar las profundas asimetrías sociales y la necesidad de una regulación efectiva en materia civil.
Si bien, el derecho agrario y laboral son los perfiles más conocidos de los avances que, en materia jurídica, nos entregó la Revolución; también podemos encontrar sus ideales dentro del primer ordenamiento civil integral, posterior al movimiento armado. Cabe recordar que México contó con la Ley sobre Relaciones familiares de 1917, un ordenamiento especializado en materia familiar de avanzada, que lamentablemente no fue impulsado por los gobiernos post-revolucionarios.
El Código Civil de 1928, por su parte, fue elaborado por una comisión a cargo de Francisco H. Ruiz, equipo que trabajó bajo una perspectiva socializante y revolucionaria, asociada al jurista francés Léon Duguit, su objetivo era redactar un instrumento jurídico capaz de afrontar las problemáticas propias a una sociedad que se transformaba vertiginosamente, para dar respuesta a una realidad social que exigía una certeza jurídica que los moldes pseudo-feudales del porfiriato no podían otorgar.
De manera general, el nuevo Código tenía un perfil social, sobre todo en cuanto a su concepción de la propiedad, dejando de lado el aspecto individualizante que lo caracterizó en sus versiones de 1884 y 1870; en tanto, de manera particular, las novedades que podemos señalar como las más importantes en el área civil son: la igualdad entre el hombre y la mujer dentro del ámbito familiar, la fijación del matrimonio como contrato sui generis entre un solo hombre y una sola mujer, la consideración de los efectos en materia de filiación, alimentos y sucesión derivados de la figura del concubinato, así como el reconocimiento de los hijos naturales, además de establecer, por primera vez en México, en el ámbito contractual que "la voluntad de las partes, es la suprema ley de los contratos".
Logra entreverse detrás de cada uno de los temas abordados por el Código, que la institución de la familia, entendida como fundamento de la sociedad mexicana, transitaba de un machismo exacerbado, respaldado por la religión y las tradiciones decimonónicas, hasta una versión más igualitaria, social y funcional donde las mujeres y los menores gozaban también de la protección de la norma jurídica.
El nuevo Código civil fue publicado en el Diario Oficial de la Federación en 1928; sin embargo, entra en vigor hasta el 1º de octubre de 1932, lo que responde también a un periodo de adaptación social y de consolidación institucional que fue necesario después de la Revolución, esto aunado a la efervescencia política del periodo que sigue a la muerte de Álvaro Obregón.
Así pues, a través del Código Civil de 1928 corroboramos la profunda relación de las normas jurídicas con su entorno social, pues el largo camino hacia la vigencia y la positividad está abanderado por el reclamo social y por la exigencia de una transformación de los instrumentos normativos que dan orden a la vida en comunidad. De tal suerte, podemos afirmar que los cambios considerados por el código en cuestión, son la respuesta concreta a las problemáticas sociales que le dieron vida al movimiento revolucionario mexicano.
Si pensamos de este modo, podremos reconocer a la Revolución mexicana como un movimiento vivo que subyace dentro de nuestro orden normativo, y que contribuyó a la transformación del mundo en el que vivimos, diariamente, cada uno de los mexicanos.