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En Memoria de Otro Amigo Muerto en la Batalla

En Memoria de Otro Amigo Muerto en la Batalla

Columnas domingo 27 de diciembre de 2020 - 15:06

Una conversación me hizo ver quién era Alberto Amador Leal.

¿Tema?

Su hija Glencora.

Teníamos tiempo de no vernos.

Una día surgió la cita.

Nos encontramos en un café cercano a La Vista, donde vivió todos estos años.

Glencora Amador acababa de morir después de graduarse como doctora en filosofía por la UNAM.

Era experta en el Leviatán, de Hobbes, aquel de “el hombre es el lobo del hombre”.

Tenía 26 años de edad cuando un miserable —a bordo de un Grand Marquis que acababa de estrenar— se metió en sentido contrario en una calle estrecha de Coyoacán —en la Ciudad de México— y la atropelló junto con su novio.

Ella murió casi de inmediato.

(El novio sobrevivió la feroz embestida de ese lobo del hombre).

Alberto estaba deshecho.

Me lo decían sus ojos acuosos, su voz débil, la manzana de la garganta que subía y viajaba persistentemente.

Glencora era un orgullo —junto con los dos hijos que tuvo con Belinda— para quien durante muchos años fue maestro y guía de toda su familia.

Después de la muerte de su padre, Alberto cumplió el rol de cabeza de tribu.

Y ésta fue enorme, pues, además de la familia Amador, la integraron viejos y nuevos amigos a lo largo de su vida.

Amigos suyos a los que ayudó y promovió desde los diversos altos cargos que tuvo, lo mismo en la Secretaría del Trabajo que en el IMSS, siempre al lado de Arsenio Farell.

Lo mismo en el Cisen, de Fernando del Villar—donde fue el segundo de a bordo—, que en la Secretaría de Desarrollo Social, junto con Carlos Rojas.

Lo recuerdo muy joven fundando la revista Nudos, en Huauchinango —su patria chica—, al lado de su hermano Juan Manuel, Enoé González Cabrera, Benita Villa Huerta y otros jóvenes de esos tiempos.

Nudos era, en realidad, parte de un grupo político liderado por Alberto, quien surgió a la vida pública desde una generosa melena, pantalones acampanados, morral y huaraches.

Sus lentes redondos lo hacían ver en el Huauchinango de los setenta como un muy joven y melenudo Mahatma Gandhi.

Eran los años de los Jiménez Morales.

Don Guillermo era gobernador de Puebla y don Alberto se preparaba para ser el hombre fuerte del sexenio de don Mariano Piña Olaya.

La maestra Pilar era una voz muy influyente junto con el entrañable doctor Giorgana, su marido.

Nada se hacía sin la aprobación de los Jiménez.

En ese contexto nació el liderazgo de Alberto Amador.

Recuerdo perfectamente lo que la maestra decía de él: “Es buen hijo, buen hermano, buen amigo. Será un excelente padre”.

Pero Alberto no era un verso libre.

Traía a sus veinte años una sólida formación de ingeniero químico especializado en polímeros y una buena agenda de amigos, hechos a la sombra de su militancia priista.

Políticos como Manuel Camacho Solís, Emilio Lozoya Thalmann y Arsenio Farell Cubillas lo adoptaron en sus primeras épocas.

Luego vendrían Fernando del Villar, Carlos Rojas y muchos otros más.

La irrupción de Alberto, pues, fue una revelación, sí, pero también un viraje político en la sierra norte.

El cacicazgo de los Jiménez Morales se vio amenazado por ese hombre de hablar pausado y mirada noble pero inteligente.

Pronto fue construyendo una fuerza política que opuso a las de los distintos gobernadores.

Con todos tuvo diferencias.

A todos desafió a su manera.

Su estilo marcó la pauta.

Y es que estaba lejos del glamour de la época.

Como un romántico luchador social, recorrió a pie y a caballo —bajo furiosas lluvias y neblinas— la sierra norte poblana.

(Algunas veces lo acompañé en sus giras. “Tienes el espíritu del Che Guevara”, le decía en broma).

En su cruzada fue incorporando a grupos de jóvenes de Pahuatlán, Chiconcuatla, Tlaola, Venustiano Carranza y Juan Galindo, entre otros municipios.

Todos, inevitablemente, enfrentados a los caciques regionales.

Tres veces fue diputado federal.

Dos sueños quedaron en su poblada agenda:

La gubernatura de Puebla y la presidencia municipal de Huauchinango.

Hasta hace poco intentó ser candidato por su eterna patria chica.

No pudo.

Perdió una encuesta familiar.

Y no porque ya no tuviera liderazgo.

Diría él: los años y los cargos siempre cobran su factura.

Desde hace un par de años se desempeñaba como un virtual vicegobernador de Tlaxcala.

(Era Jefe de la Oficina del gobernador Marco Mena).

Venía de ser delegado de Gobernación en Veracruz.

En plena época de los Diálogos de San Andrés Larráinzar me invitó unos días a San Cristóbal de las Casas, Chiapas.

Nos vimos para comer en el hotel donde se hospedaban, entre otros, el narrador Jaime Avilés y el poeta Hermann Bellinghausen.

Al encontrar a éste último, presenté a Alberto sólo como un amigo.

Nunca dije que era el coordinador general de asesores de Carlos Rojas Gutiérrez, secretario de Desarrollo Social.

Hermann hubiera desconfiado desde su calidad de asesor informal del subcomandante Marcos.

(En San Andrés Larráinzar, por cierto, saludé a otro poeta: Juan Bañuelos, miembro, por entonces, de la Comisión Nacional de Intermediación).

Nuestras comidas siempre fueron largas, llenas de historias, plagadas de generosidad.

Y como toda buena relación, también tuvimos el otoño de nuestro descontento.

Toño Hernández y Genis, siempre generoso y gran amigo mutuo, fue nuestro correo del zar durante años.

Gracias a él nos volvimos a reunir para perseverar en una amistad inacabada.

Fue Manuel Amador —hijo de Juan Manuel— quien me informó que Alberto había sido víctima del Covid.

Acababa yo de despertar de un sueño extraño en el que alguien —que no me estaba permitido ver— simplemente se moría.

Tuve un estremecimiento singular.

Las palabras se me fueron.

Derramé unas lágrimas parecidas a las que suelto en este momento.

Alberto fue víctima de la enfermedad sagrada de nuestro tiempo: ese leviatán que llevó a su hija Glencora a escribir su Diccionario de Filosofía Política, Jurídica y Moral inspirada en Hobbes.

El leviatán de Job en la Biblia es una bestia marina —asociada a Satanás— semejante a un dragón, de cuyo hocico salen centellas de fuego.

Eso es el coronavirus que nos arrebató a Alberto y nos está arrebatando a tantos amigos tan queridos.

Descanse siempre en paz.

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/CR

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