En México existe mayor expectativa por la elección del Sumo Pontífice que por la renovación de jueces y magistrados del Poder Judicial de la Federación. Y la razón detrás del interés resulta perfectamente comprensible: la divina providencia, a diferencia, sería incapaz de rellenar las boletas no utilizadas el día de la jornada electoral.
Pero dejemos el surrealismo mexicano de los tiempos estelares de la 4T. Lo que llama poderosamente la atención, en un mundo laico y aparentemente secularizado, donde las iglesias católicas se atascan los días de fiesta, pero permanecen olvidadas el resto del año, consiste en que jóvenes -incluso universitarios- de todos los niveles socioeconómicos estén tan genuinamente interesados en los perfiles “papables”, es decir en los cardenales con posibilidades reales de convertirse en vicario de Cristo tras el Cónclave.
Occidente está atrapado en un cambio epocal que no acaba de terminar: los valores del constitucionalismo democrático como la transparencia, la rendición de cuentas, la libertad de expresión, el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, la tolerancia religiosa, el ecosocialismo, así como todos los colores de la diversidad sexual están profundamente amenazados frente a la antipolítica del fascismo que predica la práctica de la cancelación, la xenofobia y la fuerza del patriarcado como sus principales baluartes.
No es producto de la casualidad que a través de olas sufragistas, impulsadas por los sectores más pauperizados económica y/o culturalmente de la sociedad, la ultraderecha adquiera “un segundo aire” con las pulsiones totalitarias de Giorgia Meloni, Donald Trump, Javier Milei y hasta Nayib Bukele.
En esta sinergia regresionista están muchos jóvenes, atrapados en un extraño limbo entre el presente y los prejuicios de los años 50, asimilando valores judeocristianos y hasta un que otro escapulario a pesar de todos los escándalos de la Iglesia de Cristo. No los culpo, ¿qué otro refugio digno y aparentemente inofensivo podrían encontrar en un mundo tan decadente?
Aquí habrá que traer mi columna “Tiempo de Roma”, publicada el pasado 21 de abril:
¿Continuará el cardenal Matteo Zuppi, Peter Turkson, Luis Antonio Tagle o Juan José Omella, en caso de ser electo por el Cónclave, la obra renovadora que inició Francisco en 2013? ¿Estará dispuesta la Santa Sede a abonar al neofascismo del mundo llevando al trono de San Pedro a Willem Eijk, Peter Erdö o Raymond Leo Burke? En verdad, en un tiempo tan convulso como el del siglo XXI, ¿el colegio cardenalicio seguirá el canon de la tradición optando por “un Papa de transición”, un equilibrista entre las coaliciones renovadoras y conservadoras del Cónclave como el cardenal Pietro Parolin?
Independientemente de lo impredecible del espectro doctrinario de la coalición ganadora, en el último instante, antes de que escuchemos “habemus Papam” desde la Basílica de San Pedro, habrá que preguntarse seriamente: ¿qué puede hacer el nuevo pontífice para combatir la barbarie del mundo?