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Clarice Lispector

Clarice Lispector

Columnas lunes 21 de diciembre de 2020 - 05:32

A Rachid le gustaba caminar por las playas de Botafogo rumbo a Urca. Luego recorría Copacabana y se internaba en el amplio litoral de Leme. A los pies de la formación rocosa conocida como Morro de Leme había un camino asfaltado, el Paseo de Pescadores.

Se dirigió hacia allá. Llevaba dinero suficiente para comprarse un helado, quizá un jugo de naranja. De pronto se hizo una pausa entre los comerciantes, transeúntes y paseantes. Algunos contuvieron el aliento. Una mujer esbelta, de paso altivo, cruzaba alejándose del mar, rumbo a la zona urbana. Portaba un vestido sencillo, color crema, sin mangas. Alta, de rasgos asiáticos, su piel lucía café caoba, al igual que su larga cabellera.

No obstante, gracias al sombrero, su rostro mostraba pecas en sus prominentes pómulos claros. Tenía los ojos verdes, ligeramente almendrados. Las cejas eran delgadas, mientras que sus labios, finamente delineados, se mostraban más bien carnosos. Su nariz, larga y respingada. Caminaba seguida de un perro inquieto que, súbitamente, echó a correr en pos de una sombra. Entonces ella le gritó: “¡Ulises, aventurero!, ¡ven acá, amigo de lo imposible!”.

Rachid notó que hablaba portugués con un acento distinto, como él. No iba a la escuela pero tenía buen oído para los idiomas. La mujer le pareció una extraterrestre venida del cielo, traída por una de las naves silenciosas que surcaban las aguas de la bahía. Pocos instantes después desapareció entre las calles de Pedrado Leme. De regreso en Botafogo, se acercó a la mesa donde lo esperaba su madre. Cenó en exceso, de manera que tuvo sueños exaltados, en los que se le apareció la mujer del Paseo de Pescadores en forma de felino. Estaban en un bosque lleno de árboles cargados. Había tanta fruta que se pudría. Pero el felino no lo atacaba, rondaba, mirándolo fijamente. Enseguida se convirtió en una araña. Su cuerpo era pequeño, oscuro y, no obstante, de una belleza indescriptible. Tejía una malla eléctrica, la cual generaba destellos cromáticos cada vez que caía una presa. Una mañana se enteró de que un conocido, Pedro Paulo de Sena, podía darle empleo.

“¿Hablas árabe?”, preguntó Pedro Paulo. “Sí, señor”. “Supongo que sabes leer y escribir”. “En árabe y francés, señor”. “¡Ah! Ni mandado a hacer”, comentó, dirigiéndose a su madre. Agregó: “Una buena amiga está buscando alguien que le traduzca pasajes de poetas árabes. La paga sería atractiva para un niño como él”. “Trato hecho”, siguió ella. Días después sonó el teléfono.

Su madre escuchó una voz femenina aterciopelada, un tanto ronca. “¿Mamá de Rachid? Soy Clarice Lispector”.
Fue así como se apersonó en aquel departamento de un edificio tan alto como el suyo. Su corazón estuvo a punto de dar un salto al abrirse la puerta. ¡Era la misma que días antes había atravesado con un perro mestizo el Paseo de Pescadores! En ese momento el can se acercó, gruñó un poco, husmeó alrededor de sus muslos y terminó lamiéndole las manos. “Ulises es especial”, dijo ella, encaminándose a la cocina mientras dejaba que Rachid cerrara la puerta, “fuma cigarrillos, bebe whiskey, toma Coca-cola”. “¿Deveras?”. “Es un poco neurótico pero nada del otro mundo”. Regresó con un legajo de documentos en los brazos. “Quiero captar lo árabe, ¿me entiendes?”. Rachid dijo que sí, pero en realidad no supo a qué se refería. Empezó a traducir para ella. Semanas después lo llevó a la panadería Duque de Caxias, donde solía tomar café acompañado de quitutes, delicias que cocinaban en el noreste de Brasil.

Mientras Rachid masticaba uno de esos dulces, ella revisó su tarea, básicamente poemas antiguos mozárabes, jarchas, cancioncillas también conocidas como moaxajas, escritas por árabes andalusíes y hebreos durante el dominio musulmán de Iberia. Satisfecha por lo que veía en el cuaderno que le había proporcionado para semejante tarea, comenzó a platicar. “¿Cuál te gusta?” “No sé...” “Escucha esta: `¡Dios mío! ¿Cómo podré vivir/ con este revoltoso/ que antes de saludar/ ya está amenazando con irse?”. Rieron. Y esta otra: “ Vayse meu corachón de mib./Ya Rab, ¿si me tornarád?/ ¡Tan mal meu doler li-I-habib!/ Enfermo yed, ¿cuánd sanarád?”.

Rachid se enteró de que Clarice había nacido por casualidad en el pequeño poblado de Tchetchelnik, Ucrania, durante su huida de la persecución soviética. En cuanto se pudo, su familia continuó el peregrinaje hasta llegar a Recife, en la costa atlántica del noreste brasileño. Su nombre verdadero era Chaya. “¿Qué significa?” “Vida”.

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/CR

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