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Mi vida con ellas

Mi vida con ellas

Columnas jueves 03 de diciembre de 2020 - 00:18

No me van a dejar mentir: el mundo ya no necesita más columnistas políticos que predigan el futuro o que den su opinión sobre cualquier cosa a la menor provocación. Mucho menos que nos cuenten lo ofendidos que están por haber confiado a ciegas en el presidente en turno y, a dos años de su ascenso, se sientan traicionados (¿pues qué esperaban, un cheque?)

De verdad: ¿es necesario opinar de todo a todas horas?, ¿opinarán mientras duermen?, ¿opinaran mientras…

Bueno.

Por eso hoy he venido aquí a hablarles de mis lagartijas.

Tengo un largo historial con las lagartijas de ciudad. La primera vez que me di cuenta de que mi jardín era una fuente inagotable de este tipo de lagartos, fue cuando era un niño pequeño.

Para ser alguien que ha venido desarrollando fobias e hipocondría desde la infancia, las lagartijas de mi jardín jamás me dieron miedo, ni asco, ni cosa. De hecho, siempre me han parecido unos seres de lo más tranquilos, un ejemplo a seguir: no se meten con nadie, toman el sol y si estorban, se esconden.

No es raro que, nada más salir por la puerta del jardín, dos o tres ejemplares de estos reptiles miniatura revoloteen para esconderse de inmediato y no estorbar. Como quien dice, no van donde no les llaman.

Hace unos años, cuando sustituí mi antiguo librero por uno más grande y alto, comencé a escuchar ruidos en uno de los gabinetes. Primero pensé que el carpintero, quien es de Catemaco, lo había dotado de algún hechizo; luego pensé que el fantasma de Calvino había venido junto con el mueble, y justo cuando estaba preparándome para tener una buena conversación tan pronto decidiera aparecer, uno de los libros cayó al suelo.

Ya había estado bueno de creer en embrujos. Entonces me puse a investigar qué clase de espíritu había decidido tirar Movimiento Perpetuo, de Monterroso. Y sí, la culpable había sido una lagartija pequeñita, que decidió hacer de mi librero su nueva casa.

Pero yo no estaba dispuesto a compartir habitación con un dinosaurio venido a menos, así que, a bordo de Movimiento Perpetuo, la llevé al jardín.

Hace unos días, una lagartija bebé apareció en mi regadera. Me puse feliz, pues la última vez que había tenido invitados, se había tratado de una araña, experiencia que recogí en estas líneas hace unos meses y que no fue muy placentera.

No sé por qué, pero esta vez (yo creo que fue por verla tan feliz nadando en los rescoldos de agua que se forman después del baño), no se me ocurrió liberarla como lo hice con su par hace un tiempo.

Al tercer día, cuando me disponía a bañarme, la vi panza arriba, sobre la repisa del jabón.

No lo voy a negar, me entristecí. Olvidé que necesitaba sol para vivir, no sólo agua. Y me puse triste no tanto por ella, pues dentro de todo me quedo tranquilo de que nunca conoció el jardín, por lo que murió sin saber que había algo mejor para ella; me puse triste por no haber decidido a tiempo hacer algo para liberarla.

Levanté el cadáver anoche. Ahora escribo esto.

***

PS
Fui a unos tacos en los que despachan con el mismo sistema que en Parisina.

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/CR

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