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El mago de Saint–Paul

El mago de Saint–Paul

Columnas jueves 10 de junio de 2021 - 00:19

Ha reabierto sus puertas un museo peculiar. Se localiza en un largo sótano de la calle Saint–Paul, dentro del barrio parisino del Marais. El domingo por la mañana puede escucharse a un viejo demostrador contar la historia de R.U.R., obra de teatro del checo Karel Capek escrita en 1920 y estrenada el año siguiente en Praga, la cual se desarrolla en la isla de los robots universales de Rossum. Este personaje en realidad está usando lo que hoy llamaríamos técnicas de ingeniería genética para dar vida a sus robota. Pero he aquí que una mujer atrevida viaja allá con el fin de liberar a las creaturas. Desde entonces la palabra autómata se usa para referirse a los antiguos robots o robota, que, en checo, quiere decir “servidumbre”.

Uno de los espectáculos favoritos de la Exposición Universal de 1899 fue Buffalo Bill. Pocos meses después Vichy creaba su versión robótica, inspirada en una foto famosa. Aquí podemos apreciar al autómata que mantiene con una mano su escopeta recargada en el suelo, y con la otra retuerce su espeso y dorado bigote, haciéndonos guiños de tanto en tanto con sus ojos intensamente azules. Pero los constructores no se limitaron a recrear el movimiento y sonidos de figuras famosas. También idearon escenas cotidianas, donde se veía a niñeras acompañar a los pequeños a tomar el aire en un parque. Un papel importante lo desempeñaron las colonias africanas y asiáticas, ya que muchos ingenios se dedicaron a reproducir fantasiosas escenas de “la vida salvaje”. Vemos perros pequineses en dos patas, monos del Congo saltarines, señoritas javanesas desfilando, orgullosas, bailarines españoles y gitanas quiromantes haciendo lo suyo. Sin embargo, con el nuevo siglo una era de autómatas pasó a la historia. Comenzó la moda de los grandes almacenes, en los que a veces se instalaban algunos ingenios, cuyo objeto primario en la mente del constructor no era retar la imaginación del público, sino invitarlo a entrar a la tienda. Así, al menos por un tiempo, los autómatas enmudecieron, pues estaban detrás de una vitrina y nadie podía escucharlos. Luego se les agregó una música de acompañamiento hasta que, finalmente, los que sobrevivieron terminaron en museos, como el de Saint–Paul.

Hay quienes piensan que los robots aparecieron durante el siglo XX, pero se han encontrado registros antiguos sobre ingenios mecánicos que llevaban a cabo tareas asombrosas. La invención de autómatas en las primeras culturas fue una consecuencia emocional de “aligeramiento” en aquellas sociedades. Después de haber creado docenas de objetos útiles, es decir, un primer sedimento de invención tecnológica, se dedicaron a satisfacer sus necesidades lúdicas. Desde un principio las máquinas se concibieron para efectuar tareas específicas y sorprender. Hacen lo que los humanos deseamos que hagan, y solamente nos sentimos bien cuando consiguen nuestra admiración. Hasta hace poco tiempo los autómatas no copiaban la manera de moverse y proceder de otras especies, por ejemplo, las aves y los insectos en sus diferentes formas de vuelo, así como los peces al nadar, sino que estaban limitadas a exhibir comportamientos humanoides, más o menos parecidos a lo que creíamos que era la inteligencia. Hoy en día los robots son manifestaciones del razonamiento diligente porque nos acercan a los animales. A lo largo de mucho tiempo la humanidad trató, en vano, de despojarse de su condición animal. Gracias al conocimiento de las máquinas y la aparición de manifestaciones culturales como los autómatas pudimos cerrar un círculo que parecía vicioso, representado por un mundo en el que los humanos viviríamos esclavizados por las máquinas y hostilizados por los animales. Entonces comenzamos a transformarlo en una relación virtuosa. A fines del siglo XIII el filósofo inglés Roger Bacon, conocido como el “Doctor Maravilla” por sus amplios conocimientos en ciencia y humanidades, especulaba sobre la condición animal: ¿Se trata de simples máquinas? ¿Poseen ánima o alguna especie de conciencia? Y nosotros, ¿qué somos, máquinas humanizadas?

Hacía varios años que no visitaba aquella cápsula del tiempo. No obstante, poco antes de remontar las escaleras para salir a la calle, el presdigitador, decano de lugar, ¡me reconoció! O, quizá, pretendió hacerlo, pues su refinada capacidad de observación y agilidad mental de ilusionista debieron haber descubierto algo en mi transitar por el sitio que terminó por delatarme. Como quiera que haya sido, me sorprendió cuando dijo, sin vacilar: “Usted ya ha estado aquí”. Enseguida, sonriente, agregó: “Vuelva antes de que la Inteligencia Artificial nos alcance”.


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/CR

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