Puebla
La ciudad cumple hoy 500 años desde su fundación, y cada monumento recuerda, en buena parte, el sincretismo entre indígenas y españoles. Ésta es una crónica que recorre, en 24 horas, buena parte de los rincones del municipio.
Por Mario Galeana
Hubo una vez un pueblo guerrero nacido sobre la punta de un cerro. Un pueblo que tomó el nombre de Tepeyacac de la conjunción de las palabras en náhuatl tepetl (cerro) y yecactli (punta). Un pueblo desde el que se observaban las pequeñas sierras y valles de la región. Un pueblo al que años más tarde, durante la Conquista, los españoles describieron como una “tierra llana y a partes áspera y montuosa”.
Un pueblo que, exactamente este día, cumplirá medio milenio desde su fundación como ciudad. Villa Segura de la Frontera fue el nombre que se le otorgó, aunque más tarde, como si el cerro reclamara su lugar en la historia, fue renombrada como Tepeaca, la ciudad que hoy, 500 años más tarde, guarda solemnemente su pasado prehispánico, pero también su herencia mestiza, con sus nuevos ídolos, templos y plazas y sus torres.
A 35 kilómetros de la ciudad de Puebla, en una superficie que no rebasa los 800 kilómetros, Tepeaca se ha convertido hoy en uno de los enclaves del turismo religioso del país. Construida en el siglo XVII, la Antigua Parroquia de San Francisco alberga la figura del Niño Doctor, que durante todo el mes de abril atrae, como si de un imán se tratase, a cientos de miles de fieles que acuden en procesión para rendir ante él su devoción.
Cuando amanece, la luz nítida cae sobre la fachada simétrica de la parroquia, que posee decorados de figuras que se alternan entre las hojas y flores de acanto, las cuales simbolizan la eternidad y el sacrificio, y las virtudes ofrecidas o recibidas, como describe el arquitecto Rafael Barquero en el libro 500 años de la Villa Segura de la Frontera al Tepeaca de hoy.
Frente al santuario se encuentra una peculiar construcción color amarillo llamada El Rollo. En el siglo XIX, esta torre fue coronada con un reloj traído desde Zacatlán, pero, en el principio, aquel inmueble fue edificado con el propósito de castigar y exhibir a los delincuentes de delitos menores, a los que encadenaban con grilletes como escarnio.
Al mediodía, cuando la luz se endurece y cae intempestiva sobre la torre, los dos tecuanes con el hocico abierto y los colmillos asomados hacia el aire que se encuentran a sus costados proyectan la sombra de su pasado: un signo de autoridad y nobleza indígenas, y un signo, sobre todo, del sincretismo entre indios y españoles.
A unos cuantos pasos también se encuentra una casa que aparentemente fue destinada para Hernán Cortés.
Una placa en cerámica, junto a la puerta de la casa, explica que desde allí el conquistador firmó, el 30 de octubre de 1520, la segunda de sus cinco Cartas de Relación, con las que describió al emperador Carlos V su paso por México.
Para esa hora, ya las plazas públicas de Tepeaca se llenan de algaraza y del trajín de las personas. En el mercado, los comerciantes tienden sobre mesas y sobre el suelo su frijol y su maíz, y una sección específica, conformada por 200 mercaderes, aún utiliza el trueque como parte de sus usos y costumbres.
Esta práctica remite a los tiempos del emperador Moctezuma Ilhuicamina, como señala la doctora en Historia del Arte Isabel Fraile, coautora del libro, lo que ubica a Tepeaca como uno de los municipios más antiguos en la cultura del comercio.
Al atardecer, cuando la luz diurna barre el azul raso del cielo de Tepeaca, los alfareros de Santiago Acatlán, que representan 80% de toda la comunidad, se preparan para cerrar sus pequeños talleres.
Sus esculturas y tallas religiosas, elaboradas a base de yeso, resina y fibra de vidrio, tan conocidas entre las tradicionales ferias artesanales del municipio, quedan vedadas y ocultas hasta el día siguiente.
Por la noche, mientras las estrellas refulgen como la palpitación del cielo mismo, los 14 barrios quedan sumidos en el destello macilento del alumbrado, como antecedente directo de los seis barrios que, en principio, trazaron los españoles.
Y el día se agota. Y con cada nuevo sol y cada luna inicia una nueva cuenta, una que compila los 500 años de historia de este pueblo que, alguna vez, nació en la punta de un cerro.