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La letra mata

La letra mata

Columnas miércoles 17 de agosto de 2022 - 19:40


Un paralelismo existe entre el texto sagrado y la doctrina jurídica, lo que no es nada raro considerando que en la antigüedad, entre los textos y normas divinas y los humanos, pocas diferencias existían. Es el paralelismo que nos interesa el de la existencia de dos categorías de interpretación al acercarnos a los textos: la de la letra y la del espíritu. Entiéndase por lo primero lo que el propio texto —en un nivel de interpretación gramatical— dice y, por lo segundo, lo que yace en sus entrañas, lo que le dio origen, lo que quien lo escribió pretendía al escribirlo, lo que constituye su aliento, su propio ser. Así, todas las leyes escritas tienen una interpretación y también una aplicación textual, y otra interpretación y otra aplicación de acuerdo a su esencia, a su espíritu. Ya habló de tal cosa —en su muy conocida obra “Del espíritu de las leyes”— el barón de Montesquieu; y él y muchos otros juristas han sostenido la existencia de tal espíritu.

He hecho las anteriores consideraciones por ser de utilidad a lo que quiero plantear. En dos asuntos de relevancia política nacional, han expresado los habituales denostadores del actual Gobierno Federal su muy dolorida queja: se viola la constitución; se incumple la ley; se transgreden acuerdos internacionales. Son tales asuntos los de la controversia que sostiene nuestro país con sus principales socios comerciales: Estados Unidos y Canadá, y la cuestionada iniciativa del Presidente de la República para que la Guardia Nacional tenga dependencia de la Secretaría de la Defensa Nacional. En ambos casos, los adversarios al Titular del Ejecutivo claman justicia al cielo por lo que —dicen— es un quebrantamiento del orden jurídico; orden jurídico que, por cierto, les fue indiferente cuando de cumplir con sus obligaciones o de contener sus ambiciones se trataba: les parecía inatendible en cuanto a la exigencia de tributar al Estado; alegaban que era ruinoso o destructor del progreso económico si les exigía pagar correctamente a sus trabajadores; les estorbaba cuando su voracidad acumulativa era frenada por disposiciones jurídicas que reservaban a la Nación ciertos recursos, cuando les impedía ejercitar su furia destructora del patrimonio histórico, cultural o natural, es decir, les repugnaba el orden jurídico por cuanto constituía obligación a su cargo o límite a sus ambiciones. Hoy ya no; hoy están hechos unos virtuosos implacables, unos Robespierres dispuestos a mandar a la guillotina a todo aquel que se aparte un ápice del cumplimiento de la ley, sobre todo si el acusado es el Presidente de México y se apellida López Obrador. Pues bien, a despecho del ya paradigmático fariseísmo al que antes aludí —y al que nos tienen acostumbrados— y de sus muy pobres razones, pues para probar violación a la ley carecen de fuerza los argumentos emocionales, farandulescos , biliares, circenses y hasta culinarios que utilizan con tenacidad los referidos antagonistas; los argumentos jurídicos, que son los idóneos para el caso, demuestran lo contrario a lo que ellos sostienen —y esto es, que ni se ha violado el T-MEC con la reforma a la Ley de la Industria Eléctrica ni se agravia en forma alguna la Constitución por el ejercicio de la facultad reglamentaria que hace el Ejecutivo Federal en el asunto de la Guardia Nacional. Sin embargo, es preciso hablar del espíritu de la ley y, hablando de él en el caso de la controversia comercial internacional, este es el que atiende a la conservación de la independencia y soberanía de la Nación, y que garantiza la propiedad y la gestión estatales de los bienes y sectores estratégicos ligados a la seguridad nacional, por encima de un pretendido derecho comercial de orden privado; pues privadas son las inversiones cuya preeminencia en nuestro territorio defienden los estadounidenses y canadienses, y público —y por tanto primario— es el derecho que defiende el gobierno de México. En suma, no es el espíritu de la ley el favorecer el interés privado sobre el público, ni el de renunciar a la soberanía o poner en riesgo la seguridad nacional, prefiriendo favorecer —a despecho de cosas tan de esencia— el interés comercial privado y, además, extranjero. Un tratado de libre comercio no es, aunque lo crea la muy genuflexa oligarquía nacional, un convenio de capitulación o rendición, sino un instrumento jurídico de intercambio comercial, en el que cada sujeto de derecho internacional participante en él cede solamente lo que, sin menoscabo de su soberanía, interés nacional y orden jurídico, puede y quiere ceder.

Por cuanto hace al decreto que anuncia el Presidente de la República para obtener lo que, contra toda razón y en falta a la lealtad a México le ha negado la oposición, ahora en huelga legislativa, esto es, que la Secretaría de la Defensa Nacional ejerza funciones diversas de coordinación, mando y control sobre la Guardia Nacional, y no entrando en la estéril discusión de si el presidente tiene o no facultades reglamentarias, pues las tiene por determinación constitucional, es preciso —en aplicación de la interpretación en la que rige el espíritu de la ley— razonar en el sentido de la primacía de la obligación del ejecutivo federal de hacer cuanto esté en sus manos para proteger la vida de los mexicanos y la seguridad interior, y no —en un burdo e inflexible legalismo— exigir que cuando se está quemando una casa, no acudan los bomberos de un municipio colindante al de aquel en que se da el siniestro por no ser territorio de su competencia. El Presidente tiene unas obligaciones, que son la de preservar la seguridad nacional y la de conservar la seguridad interior del país, a las que se acompañan unas facultades, que son la de disponer de la totalidad de la fuerza armada y la de disponer de la Guardia Nacional; y lo que hace, ante la inoperancia y obstrucción culpable y reprochable de quienes declararon y sostuvieron la catastrófica “guerra contra el crimen organizado” y nos llevaron al paroxismo criminal, es cumplir con sus obligaciones mediante el ejercicio de sus facultades, en una interpretación y aplicación del Derecho que no es solamente observante de este, sino vivificante en cuanto atiende a su espíritu: espíritu que ha abandonado a la oposición que, en una mezcla de hipocresía y legalismo, prefiere a este la letra, y esta, como lo saben el religioso y el jurista, mata.


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