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Gracias

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Columnas jueves 22 de octubre de 2020 - 17:21

El primer libro que leí me cambió hasta el modito de andar.

Un Día en la Vida de Iván Denísovich, de Aleksandr Solzhenitsyn, llegó a mis manos a través de la pequeña —muy doméstica— biblioteca de mi padre.

Vivíamos en la Ciudad de México cuando ésta tenía un nombre horrible: Distrito Federal.

El edificio de la calle sur 81 —en la colonia Lorenzo Boturini— no era menos horrible: gris, sucio, muy soviético.
(Daba la impresión de que en cualquier momento aparecería Stalin ordenando un fusilamiento).

El edificio tenía problemas de iluminación y habitaba en él un eco permanente que se ensuciaba aún más cuando el portero —un hombre de semblante muy triste— encendía la bomba de agua.

Desde la ventana del cuarto que compartía con mis hermanos se podía ver la zotehuela de las vecinas del 5 y el 6.

Lanzarse desde el tercer piso para suicidarse significaría caer entre las pantaletas de Juana —la jugosa vecina del 5— o las de doña Blanca —la joven y carnosa viuda que habitaba el departamento 6.

Las dos Zotehuelas eran francamente feas y grises.

Demasiado soviéticas para vivir en el herrumbroso Distrito Federal.

Gobernaba el país Gustavo Díaz Ordaz, y su politburó estaba compuesto por otros personajes rusos de la época de la guerra fría: el camarada Echeverría, el camarada Corona del Rosal y el camarada García Barragán.

Todos ellos de aire tenebroso, frío, dictatorial.

O así los veía yo a mis doce años.

Dos mujeres le daban vida al edificio sin saberlo: Lola —una adolescente muy Lolita, que vivía en el 10— y Rosita —una hembra brutal (mezcla de Maricruz Olivier y Fanny Cano) que dormía en el departamento número 20.

(Siempre pensé que dormía sola. Ahora que escribo esto me parece que pecaba yo de ingenuo).

Fuera de ellas, todo era demasiado soviético: desde el portero y su pálida esposa —esquelética y triste—, hasta Germán y sus pastores alemanes.

Germán era un adolescente de 16 años que tenía un parecido brutal con sus perros.

Incluso apestaba a croquetas todo el tiempo y resoplaba como un can hambriento.

Supe que era humano cuando lo escuché llorar por un amor perdido.

En ese mundo pensé cuando leí Un Día en la Vida de Iván Denísovich.

Ese libro lo leí ya que habíamos salido del soviet.

Mi padre se apiadó de nosotros y nos llevó a vivir a un condominio de Bancomer ubicado cerca del Mercado de Jamaica.

El paisaje cambió notablemente.

Había pasto en lugar de pantaletas húmedas y sucias.

Mucho pasto.

Tanto que podíamos jugar “el que mete su gol para” y otros juegos dignos de una edad bañada en la inocencia.

Cuando empezamos a perder ésta, solo esperábamos el momento de jugar “Alerta Rojo”.

¿En qué consistía?

En ver las hermosas piernas de Cecilia y su hermana Carmela —dos aeromozas rubias que usaban minifalda— desde unos ladrillos que permitían la milagrosa visión.

Leí Un Día en la Vida de Iván Denísovich en dos o tres horas.

De un jalón.

Entré corriendo al baño y tomé el primer libro que mis dedos tocaron.

Fue puro azar que me plantara ante el libro de Solzhenitsyn.

Al terminarlo, enormemente emocionado, descubrí que tenía mis piernas más dormidas que mi tía Virgen.

Ese día supe que algo en mi vida se había movido de lugar.

Fue entonces cuando abandoné la idea de dedicarme al cine.

Ahí, en el baño de un departamento de la calle Torno, en la colonia Sevilla, decidí que quería ser escritor.

Miles de libros pasarían por mis manos en el futuro, pero ese primer encuentro con las letras fue francamente inolvidable.

Tanto lo fue que es tema de esta columna.

Todo esto viene a cuento porque este sábado, gracias a la generosidad de Aurelio Flores Solano, presidente municipal de Guadalupe Victoria, y de su Cabildo, la biblioteca de ese hermoso lugar llevará mi nombre.

No el nombre de un sedicente poeta, periodista y novelista.

El nombre de un lector que ama los libros por encima de muchas de las mejores cosas de la vida.

Gracias por tanta gracia.

Gracias por la generosidad que me llevará hasta otros futuros y apasionados lectores.

Gracias por darle a este hipócrita lector la oportunidad de cruzar la otra orilla sin la necesidad de morir en el intento.

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/CR

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