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4 años de vivir sin odio

4 años de vivir sin odio

Puebla martes 01 de diciembre de 2020 - 03:22

El pasado 29 de noviembre se cumplieron cuatro años de haber sido privado de mi libertad. El Alberto que cobardemente aprisionaron esa mañana no es el mismo que regresó 290 días después. No sé si es mejor o peor, solo sé que es diferente.

Por mucho tiempo anhelé justicia, no solo para mí sino para mi familia que fue tan víctimas como yo. Escribí miles de cartas, busqué a políticos, legisladores y empresarios. A nadie le movió mi tema, nadie movió un dedo ni ejerció presión alguna. A nadie le interesó conocer la verdad. Aunque me duela reconocerlo así funciona este país. Lo mío pasó a ser un secuestro más. La impunidad es la reina y la apatía social su fiel compañera. Si el delito no se convierte en mediático y viral simplemente no se accionan los mecanismos jurídicos. En verdad me dolió al principio aceptar que nadie estaba buscando a los seres (por que no son humanos) que por momentos estuvieron a punto de destruirnos la vida. Hoy, mi obsesión por la verdad y la justicia afortunadamente ha cesado.

Entendí que es una pérdida de tiempo y energía, misma que mejor debo enfocar a ser feliz y a hacer felices a los que me rodean.

Como un buen alquimista, que creo soy, he logrado convertir la sed de venganza en sed por vivir. Lo que escribo y platico cuando encuentro un foro honesto que en verdad quiere saber cómo sobreviví y no los detalles morbosos, es sobre mi aprendizaje personal y mi resilencia. Sin darme cuenta fui eliminando el odio.

El único gran regalo que me dieron estos seres es nunca haberse revelado ante mí. Jamás vi sus rostros ni oí su voz. Los vi cuatro veces durante casi un año de encierro absoluto. La primera vez fue el día que me “levantaron”. Estaban vestidos de militares y con sus rostros cubiertos, por lo que la fracción de segundos que duró todo, antes de que me pusieran una banda en mis ojos, no los pude ver. Después los vería hasta muchos meses después, cuando entraron a golpearme salvajemente a la caja. Estaban vestidos de overoles blancos, guantes, botas y máscaras con respiradores. Disfraces que hoy veo a todas horas, al entrar a muchos establecimientos cuando me toman la temperatura. Ironías de la vida supongo. Pero mi cuerpo no tiembla ni se remonta al pasado al verlos. Ese es otro regalo que me dio el encierro: el valor.

Al no ver a estas personas, no le puedo poner rostro ni voz a la maldad. Descubrí, entonces, que no puedo estar enojado contra el mundo, con mi país o el gobierno. Que si me clavaba en eso jamás encontraría mi paz interior, que jamás sería verdaderamente libre. A veces me cuesta seguir mi decreto, sobre todo cuando me sigo enterando de casos de impunidad que suceden diariamente. De familias destrozadas que nunca recibirán justicia. De alguna forma abren mis heridas, porque si alguien los comprende, ese soy yo. Pero luego recuerdo que debo de seguir adelante, como un caballo percherón, el cual no puede ver hacia atrás. Las tragedias seguirán, mientras permitamos que sucedan.

Pero cada día veo más difícil esa unidad que este país requiere a gritos. Estamos fragmentados y somos constantemente manipulados. Y eso duele, porque también estamos anestesiados ante el dolor ajeno.

Pero este 29 de noviembre quiero que sea diferente. Ya no más gritos por justicia que jamás serán escuchados. Me quedo con una frase del gran Borges que dice: El olvido es la única venganza y el único perdón.

A esos seres del impecable overol blanco nunca les daré el poder de destruirme. Al contrario, fueron un catalizador para revelar a quien verdaderamente soy.

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HG/CR

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